Siento deseos de escribir y simultaneamente “no”, por mi cabeza pasean silenciosos cientos de personajes, algunos empolvados por el olvido y otros simplemente son parte de mí, de todas esas vidas que me han traído hasta estos 26 años (casi 27). Algunos son lujuriosos, otros son nobles y callados, otros sabios, algunos más caminan sumisos y en su mayoría desfilan guerreros y estoicos (estos últimos podría decir que son un reflejo del alma mía). De pronto trato de tejer con nostalgia cada episodio, es como si yo fuera un volcán hirviendo a casi nada de hacer erupción, y mis emociones se revolcaran entre la lava de mi memoria, buscando emerger de tanta oleada y al final encontrar la quietud.
El martes fui al pueblo, ha cambiado tanto! Pero en esencia sigue siendo igual (un poco como yo), y fui a esa iglesia en donde transcurrió toda mi infancia, salió ahora del sótano del recuerdo esa escena repetitiva de travesura… aquellas tardes cuando me metía bajo la cama del padre José y a oscuras lo esperaba cuando él llegara de dar la misa, de antemano yo sabía que él tenía el hábito de llegar y quitarse los zapatos y descansar los pies aún con calcetines sobre un tapete que tenía junto a su cama, y así diabólicamente salían unas manitas de la colcha que arrastraba al piso y jalaban sus pies. Dios bendito no le dio a este hombre un infarto, un buen día se enfadó y me regañó con toda saña, por lo que decidí cambiar de travesura… Las puerta de su recámara se abría de par en par a la hora de meter la llave, así que en lugar de esperarlo bajo de la cama ahora lo esperaba tras de una puerta y en cuanto él entraba a oscuras yo le saltaba con un clásico “buuuuuuuuuuuu”. Era realmente demoníaca y ese hombre santo toleraba cada una de mis acciones. No todo eran travesuras, recuerdo aquellas lecciones de teclado, guitarra y canto, también cuando me encerraba en el sagrario a rezar las vísperas. Mamá siempre me obligaba a ir a misa, obviamente eso no entraba en las prioridades de una niña de 8 años, pero era tan tan astuta que me quedaba a brincar en el patio muy pendiente a la hora de la paz, y cuando ese momento llegaba entraba yo corriendo con mis amplias alas que apenas y cabían por la puerta del altar para darle la paz al sacerdote y a mi madre, y así ella pensaría que en realidad estuve ahí, aunque a veces no lo creía del todo y me preguntaba de qué había tratado el evangelio, lo cual yo ya lo tenía resuelto pues del misal mensual tomaba el evangelio del día y medio lo leía para responder a su pregunta y así ella quedara satisfecha y no me acribillaría a regaños.
Esto es sólo un trozo de mi infancia, un episodio de un viejo capítulo que con cariño recuerdo, poco a poco iré compartiéndote pedazo tras pedazo, conforme vaya desempolvando mi memoria.
Un gran abrazo